Estampas de santidad.



Hoy hablaré de Maritere, mujer de corazón humilde y generoso, que siempre se mostraba alegre, paciente y bondadosa, y que perseveró en la fe en grado heroico. Acabáramos, fue un ejemplo a seguir en el camino de la santidad, para todos quienes tuvimos la dicha de conocerla. Y algo muy importante para mí, que demuestra su caridad sin medida: Junto con su esposo durante 60 años, don Jesús, tuvo la oportunidad de elegir si me aceptaba o no en sus brazos, y su respuesta fue tan vehemente y entregada, que yo no supe la verdad hasta casi 40 años después. 
Maritere con su esposo, hijos, nueras y cuñado en 1999.


El primer amén.

Es de Maritere, mi amada abuelita, de quien tengo los primeros recuerdos de mi iniciación en la fe cristiana. Recuerdo como si hubiera sido ayer, las noches que nos quedábamos a dormir en casa de los abuelitos. Ella me arropaba bien y antes de darme la bendición, me hacía juntar mis manos para recitar una oración que llevo grabada en el corazón, y que le enseño yo ahora a mis hijos: “Jesusito de mi vida, eres niño como yo; por eso te quiero tanto y te doy mi corazón”. 

En algún momento se dio cuenta que me gustaba la música y un día, mientras me escuchaba aporrear su piano, me prometió que me enseñaría a cantar un himno muy bonito: “La Virgen María es nuestra protectora. Con tal defensora no hay nada que temer.  Vence al mundo, al demonio y la carne; ¡Guerra, guerra! Contra Lucifer”. Yo siempre he cantado ese himno con convencimiento, hinchado el pecho de emoción. Aunque confieso que desde hace ocho días no puedo siquiera pensar en él sin que se me llenen los ojos de lágrimas y se me corte el aliento.

Travesuras.

Un día, contando yo unos cuatro años, tuve la idea de hacerle un detalle bonito a Maritere, creando una alfombra de flores frente a la puerta, para que todo el que pasara, al verla supiera que en esa casa vivían una reina y una princesa, o sea mi mamá. Y pensando y haciendo. Fue muy sencillo y rápido, trabajando desde la terraza del primer piso. 

Cuando terminó de hacer la comida, mi abuelita se asomó a la cochera y vio el piso de lajas cubierto por una tupida alfombra de flores de un vivo color rojo bermellón. Era un espectáculo apabullante, debo reconocerlo modestia aparte. Se quedó sin habla unos momentos y luego profirió un grito estrangulado de emoción, tan desarticulado que hasta mi abuelito abandonó sus libros en la biblioteca y se apresuró a ver qué ocurría. De otro lado de la casa también venía a toda prisa mi mamá Cristi. Todos se quedaron mudos. Mientras yo me preguntaba sobre la conveniencia de bajar a recibir las felicitaciones o esperar a que subieran a alabarme, escuché por fin la voz de abuelita: 

—¡Niño! ¿Qué hiciste?

Iba a preguntarle que si le había gustado, cuando vi subir a mamá Cristi con una mirada de “muerte al infiel”, y el instinto me invitó al repliegue estratégico. Pero lo pensé demasiado tarde. No recuerdo qué tan tupida fue la filípica. Sólo sé que esa noche me sentía todavía muy ofendido porque no habían comprendido mi obra de arte. Pero no olvido que, pasado el primer momento de enojo (muy comprensible si se toma en cuenta que para crear la alfombra desfloré todos los maceteros de la terraza), mi abuelita intercedió por mí, para que no me aplicaran “pena administrativa”.

En otra ocasión me enojé por alguna tontería y se me ocurrió “castigarlos” a todos escondiéndome. Pues me estuve como tres horas enconchado detrás de la mecedora de la biblioteca, mientras escuchaba cómo todos en la casa me llamaban, corrían, salían, entraban, en un pandemónium difícil de imaginar desde mi escondite perfecto. Cuando empezaba a ponerse el sol, decidí que ya estaba bien y me hice el aparecido. Mi abuelita primero me abrazó y me cubrió de besos. Y claro, luego me dio un coscorrón. Pero como buena santa que era, me lo dio con poca fuerza y sin convicción. No obstante, lo que en verdad me dolió ese día fue ver la lágrima furtiva que se enjugó disimuladamente, emocionada de verme sano y salvo después de tantas horas de angustia. Jamás me volví a meter detrás de ningún mueble. Ni para jugar al escondite.

La ronda.

Un primero de diciembre tuve la osadía de engañar a mi abuelita para que me prestara su auto unas horas. En aquel entonces abuelito estaba hospitalizado con neumonía, pocos días antes de entregar su alma al Creador. 

En realidad pedí el coche para poder trasladar a músicos e instrumentos hasta su casa, pues le iba a llevar la ronda con motivo de su cumpleaños el día siguiente, y para animarla un poco, pues obviamente estaba triste con abuelito en el hospital.

Esa noche, con mi Tuna canté como a ninguna mujer antes ni después lo hice, hasta que conocí a la que hoy es mi esposa. Puse el corazón en cada nota, y entregué el alma en cada verso. Quería que fuera una serenata inolvidable, aunque nunca le pregunté a mi abuelita qué le pareció. Y como le rondamos desde la planta baja, pues ella ya se había confinado a sus habitaciones, tampoco pude ver su rostro. Pero aunque hubiera salido horrible el gallo, seguro estoy que de preguntarle, me hubiera dicho que le había parecido un coro de ángeles. Porque así fue siempre abuelita. Siempre recalcaba sólo lo mejor de las personas, y cosechaba rosas de entre las espinas, para alegrarle el corazón a los demás.

El llanto.

Un día después de que dimos cristiana sepultura a abuelito, fui a visitar a Maritere. Confieso que mi inteligencia emocional es poco menos que nula, y no sabía qué hacer ni qué decir. Pero la veía animosa, tratando de ocuparse en algo, y la dejaba hacer. Aunque yo traía mi propio duelo, fingía que también estaba perfectamente. Nos sentamos a la mesa para comer, uno frente a la otra. No había asistenta ese día, y yo serví los platos pese a la preocupación de abuelita que opinaba: “Tú no sabes”. 

Entonces me pidió que hiciera la bendición de la mesa, pues le gustaba cómo la hacía. Al terminar, vi cómo comenzó a marchitarse lentamente, cómo empezó a derrumbarse su autocontrol, y entonces empezó a sollozar de tristeza y soledad. Me levanté de un salto y me acerqué a su silla… Y ya no supe qué hacer. Sólo caí de rodillas frente a ella, que viéndome postrado me tendió su mano y apretó la mía, mientras llorábamos juntos hasta aliviar nuestra pena compartida. Fue la última vez que lloré siendo hombre, y lo hice con ella. Ahora, siendo hombre, todos los días tengo que luchar a brazo partido para no llorar por ella.

Las bromas.

En los últimos días Maritere ya no se levantaba mucho de la cama o de su sofá favorito. Mi tío Felipe la visitaba muy a menudo, y entre semana mi tío Fernando pernoctaba en su casa por las necesidades de su trabajo. Además la visitaban muchas de las amistades que hizo a lo largo de 100 años de una vida generosa y amable.
Celebrando sus 100 años en diciembre de 2012.


Un día llegó mi tío Felipe y luego de saludarla le dijo: 

—Madre, te he traído una sorpresa. Adivina qué es.

Entonces ella sonrió maliciosa y contestó: 

—Un viejito.

En otra ocasión, estaban mis tíos en la casa y se disponían a desayunar, y mi tío Felipe subió por abuelita, para ayudarla a bajar las escaleras hasta el desayunador. Mientras la sostenía, le preguntó: 

—Madre, ¿no preferirías deslizarte por el barandal? Yo lo hacía de niño y es fantástico.

Abuelita siempre nos daba la bendición a todos, cuando se despedía. Pero sin faltar uno. Y un día mi tío Fernando le dijo:

—Mamá, tú pareces el Papa. A todo mundo andas bendiciendo.

Y ella sonrió divertida. 

Sin embargo, viendo ese breve acto en retrospectiva, comprendo que era su manera de proclamar su fe, su confianza en Dios y Su misericordia. Porque sólo le confiamos la vida de nuestros seres queridos a Aquel en quien confiamos ciegamente.

Por eso, durante el funeral y con mucha gente abarrotando la capilla ardiente, comprendí que estaba contemplando una reunión de creyentes. Porque todos los que estábamos ahí nos sentíamos tristes por la ausencia, pero confiados en la Resurrección. En su momento abuelito, y ahora ella, habían muerto confiando absolutamente en la promesa del Padre celestial: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. El que crea en Mí, aunque muera vivirá eternamente”. Hasta en el nacimiento a la vida verdadera, ella había sido dócil instrumento de santificación para todos sus seres queridos.

La despedida.

Abrumado por el trabajo y los problemas que enfrentaba, no pude visitar a mi abuelita durante casi dos semanas. Sin embargo, a pesar de sus 100 años, yo la veía todo lo saludable que puede estar una viejecita de esa edad que no fumaba, no tomaba y comía poco y bien. Pero algo me impulsó a hacer novillos un jueves, y saliéndome de la oficina sin decir a dónde, me encaminé a su casa. 

Al verla se me fue el alma a los pies. No soy médico ni nunca he pretendido serlo, pero tengo algún adiestramiento en emergencias médicas y sé reconocer cuando alguien está muy enfermo. Nunca había visto a mi abuelita en esas condiciones y me alarmé. Sin embargo, sabía que mi primo Rodrigo (el médico de la familia) estaba al pendiente de ella, y eso ya de por sí era una garantía. 

Lo triste de todo es que estuve con ella unas dos horas y no dio señales de saber que estaba ahí. Sólo se recostaba, o se volvía a levantar, volvía a recostarse, se tapaba, se quitaba las cobijas, volvía a arroparse… En algún momento manifestó con gestos su deseo de ir al baño. Su fidelísima y devota dama de compañía, Conchita, me ayudó a levantarla y entre los dos la sujetamos hasta el cuarto de baño. Cuando salió, Conchita había bajado a la cocina a hacer alguna cosa, y yo llevé a mi abuelita casi en vilo hasta su cama… Y ni así se enteró de que estaba yo ahí. Aunque en los últimos tiempos ya no veía casi nada, ahora yo le hablaba y trataba de hacerle plática sin que diera señales de escucharme.

Al cabo me hablaron de la oficina para decirme que era indispensable mi presencia inmediata, y no me quedó más remedio que alistarme para marchar. Entonces me despedí de abuelita sin recibir respuesta. Besé su frente con la misma ternura con que ella me la besaba a mí desde que tengo memoria y hasta el último día, y cuando me daba la vuelta para irme, Conchita le dijo muy fuerte al oído: 

—Ya se va su nieto Gasparín.

Entonces se quedó quieta un momento, y luego estiró su mano en mi dirección. Yo la tomé y sentí un fuerte apretón mientras con sus ojos casi ciegos trataba de mirarme. No podía articular palabra por su postración, pero su mirada me dijo todo. Era la despedida. En mi corazón escuché las palabras de aliento que siempre me decía: 

—Nunca desesperes; confía siempre en Dios.

Con un nudo en la garganta besé su mano, siempre de hinojos ante ella, y luego le di la bendición. La primera vez que ella no me la daba con su mano, aunque sé que sí con el corazón. Todo el camino a la oficina me fui rezando, cosa que reconozco no hacer muy a menudo como no sea en misa. 

Menos de 48 horas después, el Señor tuvo misericordia de ella, la tomó en Sus amorosos brazos y la llevó hasta donde la esperaban su esposo Jesús y sus hijos Fernandito y Cristina. Mi abuelito, mi tío y mi abnegada madre. Todos, seguro, ya santos y gozando de la gloria de Dios.

El último amén.

En la última Celebración Eucarística de cuerpo presente, tuve el honor y la alegría de ayudar a mi prima Cristina con los cantos de la Liturgia. Todavía aturdido por la pérdida, y oprimido por la tristeza, tuve que hacer un gran esfuerzo para sacar la voz y no derrumbarme delante de todos los asistentes. Porque digan lo que digan mis biógrafos al paso de los años, me reconozco un hombre muy sensible. 

Al final, el esfuerzo tuvo su recompensa. Unos meses antes le había enseñado un himno a abuelita, y le gustaba mucho; siempre me pedía que se lo cantara cuando la visitaba. Aquel de Que dónde está Dios. Mi prima Cristi lo eligió para concluir la Celebración, y ahí encontré el consuelo que estaba necesitando. Porque en las últimas líneas me pareció que ella me hablaba y me tranquilizaba diciendo:

“Él ahí estará cuando salga el sol,
estará en los campos cubiertos de flores.
El último adiós, el último amén,
Él me abrazará y calmará mis temores”.

Confío que así haya sido.

Y ahora disimulad, por favor. Que estoy llorando de alegría y esperanza en Cristo.

María Teresa Fonseca de Toral falleció el pasado 22 de junio a los 100 años.
Que merecidamente, el Señor la tenga en Su santa gloria.

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