Reflexiones de un padre.
Reflexiones tomadas de un libro de próxima aparición, donde el autor recoge sus experiencias como padre primerizo. Cortesía de Periodisme i lletres editorial.
Cuando mi hijo Carlos
de Jesús era todavía un bebé balbuceante y baboseante (es que le
estaban saliendo los primeros dientes), un día descubrí a mi esposa enseñándole
a decir "Papá". Me llené de ternura y emoción, que me acompañaron
todo el día... Hasta que a las tres de la madrugada del día siguiente escuché
al bebé en su cuna, que despierto repetía: "Papapapa". Mi mujer,
arropándose entre las mantas, me dijo en tono zumbón: "Te habla tu
hijo". Y me tocó cruzar la casa a oscuras, para buscar su biberón. Fue
entonces cuando comprendí que convertirse en padre (o abuelo) acarrea no sólo
responsabilidades, sino también alegrías, tristezas, sobresaltos… y
oportunidades de hacer el ridículo.
...escuché al bebé en su cuna, que despierto repetía: "Papapapa". |
Me cuenta mi abuelita María Teresa que una vez, cuando
yo tenía unos tres años, mi abuelito Jesús nos puso el mote, a mi hermano
mellizo y a mí, de Los fedayines o
bien Los tupamaros (grupos terroristas
muy en boga en esos años), porque éramos traviesos y destructores. Un día que
nos esperaban de visita, alguien llamó a la puerta, y salió a abrir mi abuelo
(miembro entonces de la Suprema Corte de Justicia) y desde medio patio preguntó
en voz alta:
—¿Quién llama? ¿Los fedayines o los tupamaros?
Al abrir, se encontró con otro Ministro de la Suprema
Corte, que había ido a visitarlo. Sobra describir su mirada de extrañeza, y el
rubor que le cubrió a mi abuelito hasta la coronilla.
Otro punto de vista.
Cuando adolescente, leí la novela de Stephen King Cujo, en la que el hijo de la
protagonista muere de deshidratación. Recuerdo que en aquel entonces no me
conmoví en lo más mínimo por esa muerte tan detalladamente descrita. Cuando iba
al médico (ahora ya no voy, pues para escuchar malas noticias mejor me quedo en
casa viendo el telediario), me crispaba los nervios ver a los niños que
esperaban consulta, correr de acá para allá, subirse a los sillones, derribar
los tiestos de flores, romper las revistas, y sólo atinaba a hacerme la
retórica pregunta: “¿Dónde está Herodes cuando se le requiere?”
Ahora, cuando vamos a algún consultorio (mi mujer es
odontóloga), o a hacer algún trámite que requiera hacer fila, soy yo el que
tiene que andar correteando a mi enano, para que no se suba a los sillones, no
derribe los tiestos de flores, no rompa las revistas… Y ahora ya no invoco a Herodes,
sino al santo Job.
Una figura de blanco.
Todavía recuerdo el 19 de abril de 2009, un día después
del nacimiento de mi primogénito. Las visitas estaban muy restringidas en el Hospital de la Mujer. Cuando salió mi
suegra al terminar el horario de visitas (yo me había quedado afuera como cualquier
cobrador), me indicó que rodeara el edificio y vigilara las ventanas del
segundo piso. Me encaminé a donde me había indicado, y entonces vi una figura
muy pequeñita, investida de blanco y con algo blanco en la cabeza. La emoción
me atenazó la garganta. ¡El Papa! No; era mi Carlitos, dando su primer vistazo al mundo. A mí ni me miró, pese a
que estaba yo haciendo gracias y aspavientos en la acera de enfrente, tratando
de llamar su atención, mientras las lágrimas corrían por mis mejillas. Reaccioné
cuando me vi rodeado de policías armados con macanas, y un enfermero con una
jeringuilla hipodérmica:
—Tranquilo —me dijo con una sonrisa amable—, en seguida
te regresamos al ala psiquiátrica.
Aprendizaje constante.
En la Escuela
para Padres deberían enseñar que a los niños no se les debe dar chocolate
antes de dormir, porque es como si se les pusiera una pila atómica. Yo lo
aprendí una noche en que mi enano ya estaba bostezando y cabeceando cuando llegué
del trabajo, y con pesadez alzó sus bracitos para rodearme el cuello. No, nunca
me besa, “ni que fuéramos jotos” parece que me dice. Eran algo más de las
diecinueve horas. Luego de soltarlo, le dije:
—Te he traído un conejito de chocolate — y es que sé que
le encantan. Literalmente lo devoró. Con trabajos rescaté la envoltura de
aluminio de entre sus dientes.
Pasada la media noche seguía brincoteando en su cama, y
exigiendo que su padre en estado comatoso le cantara: “Yo tengo un amigo que se
llama Agustín, que brinca, brinca, brinca como chapulín”.
—¿Ya te cansaste, hijito?
—No, papá.
—Eso me temía —y vuelta a empezar.
Siempre me levanto una hora antes de lo que me es
indispensable, y aprovecho esa hora de silencio y quietud para estudiar o
escribir. Pero a veces me quedo unos minutos mirando a mi hijo, dormido en su
cama (o quizá en la mía), y el otro día, incrédulo, caí en la cuenta de cuánto
ha crecido. Antes me lo acomodaba en el antebrazo, y todavía sobraba espacio
para sostener mi vaso de limonada. Ahora, cuando se queda dormido ante el
televisor y lo tengo que llevar a su cama, requiero la longitud y fuerza
conjunta de mis dos brazos, y aun así le cuelgan las piernas, mientras mi
espalda cruje y rechina en protesta por el peso que está soportando.
También pienso que antes era divertido jugar con él manitas
calientes, sobre todo porque siempre le ganaba yo. Ahora no le doy una, y cada
vez que me atiza un manotazo (que es casi siempre), Gaby tiene que traerme hielo
y una pastilla de diclofenaco sódico. Y de un tiempo a la fecha, cuando estoy
leyendo en mi sillón, llega sigiloso por detrás y me atiza un golpe de canto en
el cuello, que me deja paralizado el tiempo que le toma subirse a mis rodillas
y aporrearme las orejas. Si sigue creciendo así, al cumplir los 12 años, cuando
me vea en la penosa necesidad de darle una paliza, voy a tener que llamar a un
gendarme para que me ayude.
...llega sigiloso por detrás y me atiza un golpe... |
Ser padre.
A veces a los padres nos toca el triste papel del
verdugo. Cuántas veces hemos llegado extenuados de la oficina, la fábrica o el
negocio, con ganas de ver a nuestros hijos, de abrazarlos contra el pecho, de
cubrir sus pequeños y sonrientes rostros de besos, para encontrar a la madre
muy enfadada, con una larga lista de quejas, y solicitando el justo castigo. Y
cuánto sufre el niño que después de una travesura, es enviado a su habitación,
con la maternal advertencia: “Ay de ti en cuanto llegue tu padre”. Sin embargo, reconozco
que en mi caso, desde antes de que naciera mi hijo, yo le aclaré a su madre que
ella sería el brazo ejecutor, y yo me haría cargo de la protección y derechos
de la infancia. Aunque al final de cuentas, cuando hay un acto de rebeldía
contra la autoridad materna, tengo que aparecer yo con cara de “muerte al
infiel” y eso basta para que el revoltoso deponga la actitud levantisca.
En su novela The
man from St. Petesburg, Ken Follet describe a un anarquista que vive sumergido
en el odio, hasta que se entera que engendró una hija con su antigua amante,
una princesa de la Rusia zarista. En esos tiempos, él cae en manos de la
policía secreta y es desterrado a Siberia, mientras la princesa contrae
matrimonio con un miembro de la nobleza inglesa. Por azares del destino, un día
el anarquista, sin saberlo, salva a su hija de recibir una paliza en una
manifestación de sufragistas femeninas, y cuando la acompaña a tomar el té
repara en que es igual a su hermana menor, ya fallecida. Al enterarse de quién
es la madre de la jovencita sentada frente a él, calcula meses y años y el
mundo da un vuelco para él.
Aunque no le revela que él es su verdadero padre, al
compartir con ella horas y horas de plática, comienza a disfrutar de su
paternidad, y en sus solitarias reflexiones recuerda lo inexplicable que le
resultaba el amor que veía en los pobres campesinos rusos “hacia unos hijos que
les quitaban el sustento de la boca”. Al final, ese amor de padre le hace
ofrendar su vida para salvar a su hija, y al lord inglés que ha sido su figura
paterna desde el nacimiento.
Es imposible negar que pocas cosas ennoblecen más a un
hombre que convertirse en padre. Pero no estamos hablando sólo de un padre
procreador, sino un progenitor verdadero. Que ame a su hijo desde la concepción
hasta su último hálito de vida; que sea capaz de pasar hambre con tal de que su
retoño coma bien; que esté dispuesto a dar su vida por la de su vástago, sin
dudarlo ni un segundo; que olvide cansancios, fatigas, preocupaciones,
desencantos, y participe contento de los juegos y ocurrencias de su hijo.
Si hay algo para lo que me esfuerzo cada día, es para
ser un mejor padre, un buen ejemplo para mi hijo. Para que el día de mañana no
tenga que avergonzarse de mí, ni tenga que mentir diciendo que es huérfano de
padre, sino al contrario. Hoy en día, en palabras de su mamá, cuando yo estoy con
ellos, el resto del mundo se puede ir a ondear changos por el rabo, Carlos está
con su papá. Y a cada persona que se cruza con él, le hace señas, luego me
señala y dice muy orgulloso: “Papá”. Espero que cuando sea adolescente, siga
pensando y actuando igual.
Y las últimas palabras que me gustaría escuchar, antes
de acunarme en brazos del Padre de los Vivos, serían las que escucho cada
noche, cuando luego de hacer las oraciones pertinentes con mi hijo, le doy la
bendición, le cubro con las mantas y le beso la frente y el corazón. Y entonces
él me pasa los brazos en torno al cuello y me dice: “Papá, ama”.
Los que sean papás (y mamás) no necesitarán traducción.
... me señala y dice muy orgulloso: "Papá". |
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