Hasta siempre, amigo Javier.

Fue uno de los primeros pacientes de la Farmacia Maya, uno de nuestros más entusiastas promotores, y un gran amigo, pese al poco tiempo que tuvimos de tratarle. Era un anciano cercano a los 90 años, de cabello ralo y blanco, encorvado por el peso de los años y las tristezas, y que trabajaba de guardia jurado en una escuela de niños con capacidades especiales. Recibía menos de 3 mil 500 pesos al mes, y sin embargo era el más responsable de toda la empresa de seguridad, a la que ya había dedicado 16 años de su vida.

Después de 60 años de matrimonio, de los cuales había tenido que asistir a su esposa en una larga agonía que duró cinco, al cabo tuvo que llevarla a su última morada, luego volver a su apartamentito de interés social, reunir los trozos de su vida y seguir adelante.

Llegó a nuestra consulta por un dolor de estómago. Mientras el doctor Juan le pedía que se tendiera en la mesa de exploración, le notó una llaga en la mano. Luego de limpiarla vio que tenía la profundidad de una fosa oceánica. Primero él, luego la doctora Linda, y al final el doctor Dexter, trabajaron con ahínco en esa herida infectada que ponía en riesgo toda la extremidad. Y como conocíamos su historia y sus pesares, aun cuando era un anciano alegre y bromista, teníamos el tácito acuerdo de cobrarle los medicamentos y material de curación al costo, y ninguno de los galenos cobró jamás nada.

El último día que el doctor Dexter trabajó con nosotros, me llamó al consultorio y me mostró la mano muy orgulloso: "Ya controlamos la infección y la herida está casi cerrada". El primer día de su tratamiento, seis meses antes, habíamos fotografiado la herida para el expediente. Ahora volví a sacar la cámara y enfoqué. Todo era sonrisas y palabras amables. Nuestro paciente estaba feliz.

--A ver, sonría --le pedí, aunque sólo iba a retratar la palma de la mano.

El anciano rió con ganas y se marchó, sin llevar más la mano vendada. Hoy, unos días después de terminar su curación, me encontré a uno de sus compañeros y le pregunté por él. Así supe que el Señor había tocado su cuerpo y su alma y le había regalado la salud eterna. Siendo un hombre tan alegre, abnegado y amable, no dudo que ya esté en brazos de su esposa, gozando de la gloria de Dios.

Amigo don Javier, disimule al ver mi tristeza. Después de todo, para mí fue un gran amigo. ¡Hasta siempre! 

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