Pleito en frío.

Temprano en la mañana, en esta tierra de oportunidades (oportunidades de toparse con un pingüino o un oso polar, se entiende), me vi involucrado en un incidente de tránsito, por un chofer que estaba convencido que aventarle la camioneta a un peatón es el colmo del deportivismo (yo era el peatón y él el hideputa, claro).

Nos hicimos de palabras, él descendió de la unidad con un garrote, yo empuñé mi bastón ortopédico y cuando íbamos a trenzarnos, un muchacho pasó con su termo lleno de oloroso café y, como no dándose cuenta de la situación, nos ofreció una taza.

--También traigo pan dulce --ofreció amablemente.

Se me salió sin querer, de verdad, el caso es que me dirigí al presunto cadáver y le pregunté:

--¿Me deja invitarle un café?

El otro se sorprendió tanto que hasta bajó su porra. Luego se encogió de hombros y dijo:

--Claro, ¿por qué no? Yo invito el pan.

Mientras pagábamos al avispado comerciante de brebajes, volvimos a nuestro asunto:

--De todos modos te voy a partir tu madre (que es como decir que me iba a golpear muy fuerte).

--Ni creas que te pensaba perdonar la putiza (que es como decir que de todos modos le iba a zurrar la badana).

--Pero luego, no es bueno pelear con la panza llena.

--Ni con este frío --opiné yo.

--¿Entonces cuándo?

--¿Qué tal en la primavera, güey?

--Te voy a patear esas nalguitas de puto.

--Me voy a atar una mano a la espalda y voy a pelear de cojito, para que tengas oportunidad, tarado.

Al mismo tiempo comprendimos que luego de un desayuno tan calentito y tantas carcajadas juntos, lo más seguro es que la pelea del siglo no ocurra jamás. Para desencanto de todos los mirones y policías que se habían arrimado a ver sangre.

En lo sucesivo ya no me quejaré tanto del frío. Si hubiera sido en verano, ahorita estarían prendiendo cirios en la casa de alguien. Quizá en la mía.

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