Hacer el bien.

¡Ayúdale!

Monumento a San Juan de Dios

Hay un antiguo refrán que dice: "Cuando naces, tú lloras y todos ríen; vive de modo que al morir, tú rías y los demás lloren". Desde hace algún tiempo yo asumí mi propia realidad y tomé una férrea determinación. Si mi vida no ha servido de mucho, que al menos su sacrificio lo haga. Ayer un acontecimiento me reafirmó en mi objetivo.

Venía regresando de viaje. Apenas caía la tarde. Bajé del colectivo en la entrada al pueblo de San Pedro, donde llevo residiendo algunas semanas. Como en cualquier pueblo, todo mundo se conoce, aunque sea de vista. Así que pasé por la calle empedrada, saludando con la mano a diestra y siniestra, cual si fuera el Papa de Roma. Aquí al panadero, allá a la señora de las hamburguesas, acullá a los de la papelería y la "tiendita". Cuando pasaba frente al quiosco de la plaza pricipal, vi a los del grupo juvenil que, extrañamente no estaban trabajando en alguno de sus proyectos, y se veían muy agitados. Una de las jovencitas me vio y me hizo señas de que aproximara. Era evidente su ansiedad. Me acerqué al paso veloz y cuando estuve al alcance de la voz me gritó, señalando hacia un predio de uso comunitario:

--¡Ayúdale!

Entonces vi a una persona tendida en el suelo, al parecer sufriendo convulsiones. Corrí hacia el caído, llevando encima tres kilos de perones y la mochila con el equipo de atención prehospitalaria. Cuando me arrodillé a su lado, comprendí que mis servicios llegaban tarde. Primero, el hornazo de alcohol me golpeó como un tren expreso. Luego los ojos vidriosos y la mirada anhelante de quien está perdiendo la lucha por sobrevivir. Las venillas de la nariz, el edema generalizado y el color amarillento de los ojos me ayudó a diagnosticar sin lugar a dudas el padecimiento que le estaba arrebatando la vida al hombre: Congestión alcohólica. Al reconocer de quién se trataba también supe que la enfermedad inicial era la tristeza.

Con la mano izquierda sujeté mi crucifijo de Caballero Hospitalario, invocando a mi Señor. Posé suavemente la diestra sobre la cabeza del hombre, a modo de caricia, y le recité el Acto de contrición, porque sabía que era católico. Una oveja extraviada. Momentos después de terminar la oración, me aferró la manga de la camisa, como el náufrago que se aferra a un madero, y con un postrer suspiro quedó laxo. De inmediato su rostro comenzó a desdibujarse, como la cera bajo el efecto del calor. Por costumbre verifiqué su ausencia de pulso en el cuello y confirmé la midriasis en esos ojos ya vacíos. Sólo por tozudez inicié la maniobra de resucitación con todo empeño, aunque sabía que la pelea estaba perdida de antemano.

He de haber estado en ello unos 15 minutos (o eso dicen los testigos), hasta que sentí que alguien me tocaba el hombro. Un policía del barrio, que me reconoció vagamente.

--Ya está bien, compañero. No puede decirse que no se esforzó.

En un gesto inesperado por mí, me tendió un pañuelo desechable para limpiarme el sudor y, quizá alguna lágrima. Al levantarme adolorido y acalambrado noté que había medio centenar de vecinos mirando. Sólo mirando en silencio. Si alguien me hubiera ayudado, tal vez...

¡Ayúdenme!

Era un amoroso padre de familia, ciudadano ejemplar y buen cristiano. Vecino de toda la vida en San Pedro, era conocido cariñosamente por Latitas. En las actividades de la comunidad siempre era de los primeros en ofrecerse voluntario, en la iglesia siempre formaba parte de alguna comisión, era de misa diaria y devoción de Rosario larga.

Un día, sin saber porqué, su mujer le dijo que se marchaba con otro hombre, y lo abandonó sin más. No era el primero en sufrir esa pérdida, ni será el último. En los barrios donde impera la pobreza, ese parece ser el sino de muchos hombres, que tienen dos y hasta tres trabajos, y por llevar el pan a la mesa de la familia, descuidan a la mujer. Al llegar el rompimiento, algunos conservan a los hijos, y esa es una poderosa motivación para seguir adelante. Pero en este caso la mujer se llevó a la hija de ambos, que era la adoración de su padre, y encima le exigió pensión alimenticia.

Latitas no soportó la doble pérdida y comenzó a tomar. Sus hermanos y tíos no le dieron importancia, y no fueron capaces de ver que el hombre había enfermado de depresión, y se precipitaba a un triste fin. Pronto perdió el trabajo en el que había laborado durante muchos años, gozando de toda la confianza de su empleador, y tuvo que mantenerse con trabajos emergentes que apenas le daban, no para vivir, sino para comprar alcohol. Su familia no se dio por enterada de su desesperado estado. Cuando le veían, lo regañaban delante de todos, y le ridiculizaban. Sólo una mujer del pueblo le miraba con compasión, y en vez de regalarle unas monedas como limosna, le llevaba algo de comer. Por cierto, algo de lo que ella tenía que privarse, porque no vivía en situación desahogada y no le sobraba nada para compartir.

Aquellas personas de la comunidad parroquial que en otros tiempos le seguían y le pedían consejo, se avergonzaron de él y le repudiaron. No todos en secreto. No era extraño ver a las cófrades de la vela perpetua, cruzar la calle con tal de no encontrarse de frente con él y tener que saludarle. Alguna despistada llegó a toparse con él al doblar la esquina, y arrugando la nariz escurrió el cuerpo y se apartó de El latitas, como si de un leproso se tratara. El sacerdote que antes decìa que era su mano derecha, lo olvidó, repudió y hasta se asqueó de él, como si de mano se hubiera convertido en una pústula en salva sea la parte.

Nadie entendió que el hombe sólo necesitaba una mano amiga. Alguien que viera por debajo de la ruina en que se había convertido, al antiguo buen cristiano que suplicaba que le ayudaran. Como el leproso al que encontró San Francisco de Asís una tarde, y cuando iba a arrojarle una moneda, comprendió lo que aquel desgraciado necesitaba y, desmontando, corrió a abrazarlo.

"Es a Mí".

Fue una casualidad que alguien le viera caer, pues el predio está cubierto de pastizales muy altos, y es seguro que nadie le habría echado de menos. Sólo el Pastor de almas que conoce bien a todas sus ovejas.

El hombre murió solo, en medio de un pueblo lleno de gente. Y esa tragedia ocurrió porque mucha gente buena cree que para hacer el bien basta con sacar una foto de cualquier injusticia y luego colgarla en el Facebook. Hacer el bien no es tan sencillo, porque implica levantar la vista de la pantalla del ordenador o del móvil, sacudirse la autocomplascencia y arriesgarse a hacer un pequeño esfuerzo. 

No es fácil tender la mano a un leproso o a un alcohólico, pero tampoco le resultó fácil a San Juan de Dios echarse sobre la espalda a aquel enfermo cubierto de inmundicias, que encontró abandonado en una calle.Sin embargo, y con mucho esfuerzo y penalidades, lo llevó a cuestas hasta su hospital. Cuando lo acomodó en un jergón, toda la habitación se iluminó y el enfermo recién llegado se reveló como Cristo mismo. Tomando la mano a San Juan de Dios le dijo: "Cuando socorres a un enfermo, es a Mí a quien socorres; cuando alimentas a un hambriento, es a Mí a quien alimentas; cuando consuelas a un doliente, es a Mí a quien das consuelo". 

A Cristo podemos verle lo mismo en el padre abnegado que sostiene a su hijo con parálisis cerebral, mientras pide limosna a la entrada de una estación de tren. Si no lo crees, piensa cuántas veces te ha llevado en brazos, para librarte del mal. Podemos verlo en el enfermo que yace en una cama de hospital, abandonado de su familia y amigos, sufriendo dolores y soledad. Así se miraba en su agonía de cruz, para expiación de nuestros pecados. Pero es seguro que no podemos verlo en la pantalla del móvil o el ordenador, porque ahí no hay comunidad, no se comparte, no se es un ser humano pleno. Así que ya va siendo hora de dejar de fingir, y empezar a hacer el bien.

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