Respuesta divina.

Ya había acudido antes a consulta con su hijo. Evidentemente, ella no presenta cambios; su bronquitis no mejora. El niño que aparenta unos 10 años, aunque probablemente sea mayor, parece evolucionar bien. El Jefe Médico los revisó a los dos y opinó que la mujer tenía que recibir una terapia física. A pesar de resultar evidente que me desbordaba el trabajo, el Jefe me ordenó que cuidara al niño mientras él atendía a la mamá. 

Como no soy un santo varón, de mala gana dejé lo que estaba haciendo y salí a donde estaba el niño sentado. Nunca he sido bueno para entablar conversaciones intrascendentes con gente extraña, y menos con niños. Ellos me inspiran siempre un temor reverencial, porque sé que son extremadamente listos, y su inteligencia interpersonal es muy superior a la de los adultos. Incluso de los inmaduros como yo.

Así que mientras la mamá recibía su terapia en el consultorio, yo me puse frente a él, a modo que me viera y no se sintiera abandonado de repente. Busqué la amigable sombra del árbol, y me dispuse a esperar una larga hora. Varias veces pensé en intentar conversar con el crío, pero él estaba feliz mirando para todos lados. Le llamaban la atención unos pájaros que piaban en un árbol vecino, o los muchachos que pasaron sobre sus patinetas al otro lado de la calle, o el enorme perro Rottweiler que había sacado a pasear a su dueño, y ya lo traía con la lengua de fuera igual que él. 

Algo me dijo que el chico estaba feliz viendo mundo, así que decidí no esforzarme en distraerlo y me sumí en mis negros pensamientos. Problemas económicos, la decisión de un viaje quizá sin retorno, el abandono sufrido por amigos de años, la mamá de una amiga muy querida que está siendo intervenida quirúrgicamente en estos momentos, mi enfermedad incipiente en el riñón... Sin poder evitarlo, sentí un violento rictus en la cara, tensando mis labios, deformando mi boca. Los puños apretados con impotencia, mientras a mi alrededor Dios nos regalaba un mediodía hermoso, de mucho sol, pájaros cantando alabanzas, enamorados que pasaban al otro lado de la acera riendo y abrazados de la cintura. Y mientras, sobre mí una negra nubecita como la de "El Malasuerte" de Los Picapiedra.

De repente miré al niño y noté sus ojos fijos en mí. Inexplicablemente comprendí que estaba pensando: "Qué cara, chico". Rompí el contacto visual, enfurruñado. ¿A ese mocoso qué coño le importaba? Sentí que su mirada no se apartaba de mí, y exasperado le dirigí mi temible mirada de "chinga tu madre". Cualquier otro crío y la mayoría de los adultos habría desviado la mirada en seguida. Pero este muchachito me siguió mirando con sorna. ¡Con sorna! El enfado se fue de inmediato y antes de darme cuenta, mi mueca se había convertido en una media sonrisa socarrona. El crío ensanchó su sonrisa como diciendo: ¡Venga, échale ganas!

En eso un perro ladró al otro lado de la reja, muy cerca de nosotros. El niño respingó espantado. Sin pensarlo, le tranquilicé recitando uno de mis votos: "No temas, te defenderé con la vida". Es el voto de los Caballeros Hospitalarios dedicado a los niños y a los desvalidos. El chico hizo un gesto con la mano como quitádole importancia. Volví a mirarlo a los ojos y entendí que me decía: "Ya lo sé".

Extrañamente, la hora se me pasó rauda disfrutando de la muda compañía del zagal. Me entristecí un poco cuando la madre se acercó al árbol. El niño la esperaba completamente serio, como le había visto yo anteriormente. Ella lo abrazó tiernamente, pero no hubo respuesta. Eso me extrañó. El niño miraba al frente, como si no la viera. 

--Gracias, Josep --me dijo la abnegada mujer, mientras se colocaba detrás de la silla de ruedas de mi nuevo amigo. 

Cuando se empezaba a alejar, el niño se volvió a verme, sonrió y dijo: 

--Agggghios.

La mujer se paró en seco, y cayendo de rodillas lo abrazó mientras se le arrasaban los ojos. 

--Hablaste, hijito mío, hablaste.

Luego se acercó a mí y me cubrió las manos de besos. 

--Gracias, muchas gracias.

Yo la aparté suavemente, ignorando las lágrimas que me mojaban los puños. Puños acostumbrados más a empuñar la espada que a prodigar caricias. Me acerqué al niño, que padece parálisis cerebral, no habla y sufre de espasticidad. Noté que no había dado señales de ver que yo estaba frente a él otra vez.

Entonces caí en la cuenta sobre tres cuestiones. La primera palabra del niño había sido una despedida. ¿Cómo sabía que yo debía elegir entre ir a cumplir mis votos a un lugar que hoy en día es el infierno en la Tierra, o quedarme donde estoy? También recordé la historia de San Juan de Dios, que un día cargó sobre sus espaldas a un enfermo abandonado hasta su hospital. Al llegar, la estancia se llenó de luz y Jesús se hizo presente. Y por último, rememoré lo que dice San Pablo en su segunda carta a los Tesalonicenses, que la fortaleza de Dios se manifiesta en la debilidad del hombre. En quien es débil por una discapacidad, y quien está débil porque ya no tiene fuerzas para seguir adelante.

Comprendí lo que había ocurrido. Y para confirmarlo, en ese momento sentí en la mejilla la caricia más suave, tierna y pura que haya recibido jamás. Un momento después la mano del niño cayó sobre su regazo y recobró la espasticidad que la mantenía permanentemente contraída.

Caminé  rápidamente hasta la esquina, dejando a todos estupefactos. El orgullo me sostuvo hasta perderme de la vista de la gente, y entonces estallé en sollozos de alivio y gratitud. Casualmente (o causalmente), el riñón me ha dejado de doler.

Comentarios

  1. Y todavía no crees en los milagros, Josep?, aquí te necesitan los desvalidos, los desprotegidos, los que a duras penas tienen para pagar una consulta. Eres más bueno que el pan y te pones la coraza para que no te hagan más daño, pero eres un hombre esencialmente bueno. Que Dios te ilumine el pensamiento para que tomes la decisión correcta. Me estremeció y enterneció tu vivencia. En cuanto a la manera de contarla, se va como agua, ¿qué le puedo decir a un escritor?, si soy lega en esa materia.

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