Fiesta en Santa Cruz.

Atrio de Santa Cruz Atoyac. Cortesía vecinos de Atoyac.
Los cohetones zurcaban el cielo aún oscuro, y estallaban con fuerza, despertando a los pobladores de Atoyac. A las seis de la mañana llegaban el mariachi, los santiagueros, los chinelos y los trasnochadores. La ciudad perdida de Santa Cruz se vaciaba, pues todos sus habitantes (descendientes de los primeros pobladores de Atoyac) acudían a Las mañanitas, que se entonaban para la Santa Cruz ubicada en el atrio de la parroquia. 

Esa cruz fue tallada bajo la dirección de los frailes españoles que fundaron la parroquia en Atoyac (donde corre el agua, en el antiguo náhuatl), tomando como materia prima al ídolo Tláloc (dios mexica de la lluvia) que presidía el poblado. Esa parroquia fue una de las tres primeras iglesias que levantaron los españoles en América. Hasta hace unos años, el templo conservaba el aire colonial inequívoco. Al pintarlo y restaurarlo, se respetaban la arquitectura y materiales originales, incluyendo el encofrado de vigas del techo, que estaba ahí desde el siglo XVI. 
Cruz atrial hecha a partir de un ídolo prehispánico.
Cortesía Blogspot.

Hace treinta años (fecha de estos recuerdos) el cura párroco era don Antonio Rebolledo, Padre Toño para los feligreses y amigos. Era todo un personaje en Santa Cruz, pues era ortodoxo "hasta las cachas", pero cuando se despojaba del alba bien podía encontrársele jugando "cascarita" (fútbol de aficionados) con los niños del catecismo, o practicando cantos con la original Estudiantina de Asís, a la que en sus inicios había comprado sus primeros instrumentos. Para las fiestas le era muy solicitada aquella canción de La marrana, que divertía a chicos y grandes, sobre todo por el carisma con que el Padre Toño gruñía "como cerdo" justo donde lo marcaba la partitura.

Acabada la Celebración Eucarística de las 7 de la mañana, todos los grupos musicales y bailadores salían al extenso atrio para seguir la fiesta. En algún momento del día se levantaba de su nicho una cruz de madera, que se formó en forma natural en el tronco de un árbol, también de tiempos de la Colonia, y era llevada en solemne procesión por todo el barrio de Atoyac, sito en las inmediaciones de las colonias Del Valle y Portales de la Ciudad de México. 

Cruz formada en el tronco de un árbol.
Cortesía vecinos de Atoyac.
Al llegar la hora de la comida, el mayordomo acudía al atrio y organizaba el paseíllo de los danzantes y las dos o tres bandas que tocaban incansables desde las primeras horas de la mañana. Los muchachos de la Tuna, con mucha cara dura, se mezclaban con los artistas que cargaban sus oboes, trompetas y platillos, llevando muy a la vista sus guitarras y bandurrias, y siguiendo atropelladamente las melodías que tocaban sus colegas, con tal de colarse en la casa del mayordomo para birlar el arroz con mole con que se agasajaba a los artistas que venían de lejos. En alguna ocasión, uno de los pardillos incluso, "tomó prestado" (luego lo devolvió) un tambor de los que usa la banda de guerra del jardín de infantes, para disimularse aún más con los músicos de la banda. Otro detalle es que las muchachas que llenaban los platos, habrían jurado que eran como 100 músicos, muchos de ellos primos hermanos. Lo que en realidad ocurría era que los estudiantes, tomando prestados sombreros aquí y allá, se formaban dos y hasta tres veces en la fila de la comida. En la fila de las cervezas se formaban muchas más. 

Después de comer, el cansancio y las bebidas espirituosas comenzaban a hacer mella en el arte de los danzantes y músicos, notándose de repente más bemoles que sostenidos, y viéndose más machincuepas que pasos de baile. Entre los santiagueros un moro empujó al cristiano con más fuerza de la necesaria, y lo arrojó contra una silla, abriéndole una fea herida en la ceja. Y en las representaciones de las batallas con machetes, comenzaron a brotar las sangres turcas y cristianas cuando los golpes de hoja se deslizaban hasta las empuñaduras sin gavilanes. Pero era hasta que moros y cristianos decidían aclarar malos entendidos personales, cuando el Padre Toño intercedía con mucho aplomo, separaba a los rijosos cual réferi de box, y se los llevaba de una oreja a hacer penitencia ante el Santísimo Sacramento. Después de todo, el Padre Toño medía sus buenos tres pies (1,80 m), era fornido y no le temía a nada.

Por la noche un voluntario se colocaba "el torito", que es una estructura de madera erizada de cuetes, y se ponía a corretear a todos los incautos, llenándolos de chispas y explosiones. Mientras, se encendían los "castillos" de fuegos artificiales, cuyo fin apoteósico llegaba cuando al agotarse todas las luces de bengala, los cuetes chifladores y las "coronas", en medio del sonido de las campanas lanzadas al vuelo, un estallido de alegres colores y una humareda mefistofélica, surgía triunfante la Santa Cruz, lanzando destellos y pudiéndose divisar incluso desde el campanario de la parroquia de Cristo Rey, distante unos tres kilómetros. 

Al finalizar las fiestas, aparecía don Bruno, el sacristán, que con su cuerpo de luchador ayudaba a subir instrumentos y bocinas de los grupos de música, y sacaba a los últimos borrachines empedernidos, que se mostraban empeñados en seguir brindando a la salud de la Santa Cruz de Jerusalén.
El Padre Antonio Rebolledo.
Cortesía del Ing. Fernando Elizalde.

Muchos años después, se cuenta que don Bruno halló la muerte al caer desde arriba del campanario. Las malas lenguas dicen que estaba ebrio, y los poetas de Atoyac opinan que estaba dando lustre a la bella cruz de hierro forjado que corona la torre. El caso es que su partida marcó un antes y un después respecto a las tradiciones en Santa Cruz Atoyac, pues antes de su partida el Padre Toño ya se había retirado a la ciudad de Celaya a pasar sus últimos años, y después del sacristán vinieron otros sacerdotes que, incluso, rediseñaron la iglesia destruyendo un patrimonio cultural invaluable, atrayendo la ira del Instituto Nacional de Antropología e Historia, por meter albañiles no cualificados en un inmueble de tanto valor histórico.

Pese a todo, cada año a las seis de la mañana, un chupinazo madrugador anuncia el inicio de las festividades de la Santa Cruz, en el otrora tradicional barrio de Atoyac.


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