Luto al amanecer.

Llegaron al poblado discretamente. Primero uno, luego un grupito de cinco o seis. Subrepticiamente se convirtieron en parte de la cotidianidad. Era tan poco el impacto que causaban en los recursos, que no hubo voces de alarma ni compras de pánico. Los únicos que comenzaron a recelar fueron los más viejos, pues nunca habían visto algo semejante. Sin embargo, como es a los viejos y a sus historias a quienes menos se escucha, sus sospechas fueron pasadas por alto. 

Doña Carlota tenía una huerta en la que cultivaba ciruelos y nogales. Amaba a sus árboles, y siempre que su trabajo se lo permitía, pasaba horas podando ramas secas y acomodando la tierra. Muy observadora, fue de las que notaron que algo estaba cambiando. Sin embargo, era más suspicacia que certeza y no dijo nada. 

Don Cipriano tenía en sus terrenos unos agaves de los que obtenía aguamiel y gusanos de maguey. En la fiesta de San Juan hacía una siembra que le permitía cosechar a fines de octubre flor de cempasúchil, muy requerida en México para la Fiesta de Difuntos. Él también sospechó que algo no marchaba, pero tampoco dijo nada. Era más entretenido hablar con sus amigos sobre fútbol o tiempos pasados.

Un día los advenedizos se lanzaron abiertamente contra la Finca Gaona, construida por don David, ya fallecido. Su hija Gabriela vivía ahora en la propiedad, y había heredado el espíritu aguerrido de su padre, antiguo sargento de infantería. Valiéndose del fuego logró detener las primeras oleadas de invasores, causando tantas bajas que pensó que eso había sido todo. 

Días después, mientras platicaba con su vecina, se enteró que en esa propiedad rodeada de jardines y establos, también habían tenido que recurrir al fuego para atajar una invasión similar. El número de atacantes había decrecido tanto con la denodada defensa del terreno, que los habitantes pensaron que eso había sido todo.

Haciendo memoria, relató que poco antes de casarse, siete años atrás, su padre comentó que notaba un número creciente de advenedizos. Pero con tantas cosas por hacer previas a la boda, nadie se preocupó y todos siguieron en sus asuntos. 

--Tal vez debimos prestar más atención entonces --opinó --, pero de todos modos ya acabamos con el problema.

Los presentes asintieron. A nadie se le ocurrió pensar que podrían estar equivocados.

Era un bebé regordete, parecido a Gasparín El fantasma amistoso. Sus padres eran de tez blanca y ojos claros, y el niño había heredado esos rasgos. No era huraño, y con sus sonrisas y gorjeos se hacía querer por todos los vecinos. Recién había cumplido seis meses de vida. 

Una tarde, una anciana que vivía cerca pasó a saludar a la feliz progenitora, y luego de arrullar unos minutos al bebé le regaló un chupachup.

--¿Cree que le haga daño? --preguntó la viejecita.

--En lo absoluto --sonrió la mamá.

A ninguna de las dos se le ocurrió pensar que podrían estar equivocadas.

Pasado el crepúsculo, y cuando todas las personas de bien se marchan a sus casas y Dios a las de todos, la madre le quitó al crío lo que quedaba de la paleta, lo arrulló y lo acostó en su cuna. Tras apagar la luz, fue a la habitación vecina a buscar una toallita para limpiarle a su hijo los churretes de saliva y caramelo que le cubrían las suaves mejillas.

En eso escuchó la corneta del panadero que pasaba frente a su casa, y se apresuró a salir. Para cuando llegó al triciclo, varias señoras ya rodeaban la enorme canasta llena de panes que llevaba el joven. Como éste era aficionado a coquetear con sus clientas más jóvenes, había que ponerse atento para que no cobrara de más. Que cuando cobraba de menos, había paz y mañana gloria.

La joven madre volvió a la casa y sin encender la luz, entró en la habitación de su hijo y escuchó su acompasada respiración. Para no perturbar su sueño, se apresuró a salir y cerró la puerta.

Amparados por la noche sin luna, los exploradores penetraron en la habitación y con sus sensibles detectores identificaron un blanco. A través del aire comenzaron a enviar señales para alertar al resto de merodeadores. A lo largo de la noche, fueron ocupando posiciones y consumiendo lo que habían entrado a buscar. 

Cuando sonó el despertador en la habitación vecina, el hombre remoloneó un poco antes de levantarse, encender el calentador de agua y luego dirigirse al retrete. Ahí se topó con la mujer, que estaba subiéndose las bragas luego de atender el llamado de la naturaleza. Se dieron un fugaz y amodorrado beso en los labios, y ella se dirigió a la habitación de su hijo. Abrió la puerta y enseguida supo que algo no estaba bien. Su hijo no respiraba. De un manotazo pulsó el interruptor de la luz. 

Al escuchar el grito aterrado de su esposa, por un momento el hombre no supo si dejar de pujar, limpiarse el culo o salir corriendo en su ayuda así como estaba. Al final sólo atinó a subirse los calzones y se precipitó al interior del cuarto de su vástago. Siguió la mirada de su mujer y unió su grito  de espanto al de la señora. 

Cuando los habitantes de la casa vecina lograron derribar la puerta principal y entraron a la habitación, guiados por los gritos, se enfrentaron a un espectáculo dantesco. 

Una sólida columna de hormigas serpenteaba desde un agujero en la pared. La cara del bebé y el interior de la garganta eran una capa compuesta por miles de insectos que todavía buscaban el dulce en la saliva que había escurrido de la boca del niño al comer su paleta. La madre manoteaba desesperada tratando de quitar las hormigas de encima de su crío asfixiado, sin éxito. El padre había quedado como catatónico.

Sin fuego ni química, las hormigas habían ganado el segundo asalto. Era el amanecer de la nueva especie dominante en la Tierra.

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